lunes, 30 de abril de 2012

Los huesos de Descartes por Luis Rodríguez



Los huesos de Descartes
Trad. Claudia Conde
Duomo Editorial y Planeta (bolsillo)
305 y 320 pag.

Comentario de Luis Rodríguez:

          La historia es conocida. René Descartes murió en Estocolmo en 1650. Se encontraba  allí invitado por la reina Cristina de Suecia, tenía casi 44 años y era famoso desde la publicación en 1637 de una tirada de 3.000 ejemplares del Discurso del método, para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias. Más la Dióptica, los Meteoros y la Geometría, que son ensayos de este método, especialmente el ensayo introductorio de 78 páginas que dejó “todo lo anterior en antiguo y todo lo que ha venido después en nuevo” y conocemos como Discurso del método. Su celebridad no impidió que lo enterraran en un discreto cementerio para huérfanos. 16 años después exhumaron el cuerpo, lo metieron en un ataúd de cobre de 75 centímetros de largo y lo trasladaron a la iglesia de Santa Genoveva, en París, perdiendo la cabeza en el viaje. Años más tarde, con la Revolución, llegó la moda de la panteonización, que era una especie de santificación laica, y los restos se mudaron.
          De las dos líneas que recorre este texto, la detectivesca, qué pasó con el cráneo, si apareció o no y las cuitas de los traslados, me parece, seguramente por sabida, más débil. En la otra, Shorto utiliza las reliquias para recorrer el pensamiento occidental desde la influencia de Descartes, que late aprovechando algún descanso de los huesos: Se descubrió el nitrógeno, la electricidad fue dominada y se realizó la primera apendicectomía. Por primera vez se cobró el impuesto de la renta. Las islas Hawai aparecieron en el mapa. Se inventaron la pluma estilográfica, el extintor de incendios, el piano, el diapasón y el inodoro. Solamente en la ciudad inglesa de Birmingham, el pequeño grupo de hombres que se hacía llamar Sociedad Lunar, descubrió el oxígeno, inventó la máquina de vapor, observó que la digitalis era una hierba eficaz contra las dolencias del corazón y construyó las primeras fábricas del mundo. Hombres obsesionados por la manía de coleccionar  y clasificar recorrían el mundo recogiendo arañas, piedras, fósiles y flores. Aparecieron  los museos, los diccionarios y las enciclopedias. Loz apellidos (Watt, Fahrenheit, Schweppe, Celsius, Wedgwood) se convirtieron en marcas comerciales o términos científicos.
 Tiene este la cualidad de esos libros a la vez rigurosos, inteligibles y amenos. Está muy bien contada la relación del pensamiento cartesiano con la Iglesia, a quien nunca le gustó aunque el filósofo creyera en Dios y buscara su existencia por el camino de la razón, o quizá por eso.
          Quién le iba a decir a Descartes que su dualidad cartesiana, la separación mente-cuerpo, iba a manifestarse en su propio esqueleto.

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