La quinta esquina de Izraíl Métter. Libros del Asteroide, comentado por Luis Rodríguez
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Izraíl
Métter
Trad.
Selma Ancira
Libros
del Asteroide
207
pág.
Mirar atrás, en literatura, conlleva
los riesgos propios de enredar con el pasado, y alguno más. Primero hay que
fijar la mirada, después, eliminar lo accesorio, y, finalmente, se ha de
convertir lo privado en universal.
Erri de Luca, en Los
peces no cierran los ojos, se situó en un hombre de sesenta años para
contarnos el verano de un muchacho de diez; supo transmitirnos, en esos pocos
meses y una edad cargada de inocencia, la formación de un carácter. El mérito,
la proeza de aquella novela corta, estuvo en la mirada, elaborada, dúctil,
tibia, serena, del narrador.
Aquí también, en La
quinta esquina la mirada carga con toda la responsabilidad, pero la
travesía es más compleja. Izraíl Métter (1909-1996) nos cuenta la peripecia de
Boris en la Rusia comunista desde los años veinte, en Jarkov, una ciudad
ucraniana que hoy alcanza el millón y medio de habitantes, hasta los sesenta,
por otras ciudades. Tengamos la información que tengamos de ese tiempo, nadie,
a poca humanidad que segregue, sale indemne del conocimiento de otro dato.
Cierto que la literatura es testimonio, que, aspirando a perturbar, muchas
veces conmueve; y se da por satisfecha, sí, pero es además un artefacto
intelectual. Se exige a la novela que
esté bien escrita, que cree interés, que seduzca; y eso, cuando se habla de
aquella Rusia, con un elevado riesgo de colapso emocional, es patrimonio de muy
pocos autores.
Izraíl escribió La
quinta esquina entre 1958 y 1966, muerto Stalin. En 1964 se publicó una
versión muy reducida, seriamente expurgada de pasajes comprometedores, con el
título de Katia. Desde su conclusión hasta 1989, que fue publicada la obra
definitiva, solo se disponía de una copia mecanografiada por su esposa y
celosamente escondida.
Personalmente, que la vida de Boris se confunda con
la de Izraíl no me interesa especialmente más allá del beneficio que haya
podido obtener el autor. Creo que Izraíl no nos cuenta la Revolución rusa, ni
la invasión alemana, ni siquiera el cerco de Leningrado o la política de
Stalin. Eso, todo, es una imprimación. Métter nos muestra el oxígeno alojado en
los pulmones de Boris, el mundo que le ha tocado vivir. Ya de niño, cuando la
profesora de ruso convoca a su madre. Verá
usted, le decía, su hijo escribe unas
redacciones muy tristes. No se queja de la alimentación; en general no se queja
de nada. Es un chico alegre…Pero sus redacciones tienen un tono triste, poco
frecuente en esa edad.
Su madre
trató de ayudarle.
-¿Quizá sean
las lombrices? Trataré de observarlo.
Ahí la madre ya había asimilado los nuevos tiempos.
Seguramente
cada época crea sus locos: el más complejo delirio de un cerebro enfermo es, en
cierta medida, un reflejo de la realidad. El ser humano se vuelve loco por algo
que le es contemporáneo.
Stalin, Mao Zedong, Hitler, Trujillo, Hirohito,
Franco… ni siquiera desparramados por los siglos, no; todos juntos.
Stalin: un
seudónimo del tiempo.
Él lo sabía
todo: le llamaron “corifeo de todas las ciencias”. Se seguían sus consejos para
determinar la forma del ala de un avión, las mutaciones del trigo, el
coeficiente de rendimiento de la locomotora diésel, las cuestiones de
lingüística, los periodos exactos de la fisión del átomo, la temática de las
películas, la historia, la filosofía, la literatura…
Era
omnipotente y omnipresente; por la noche sus arcángeles sacaban a la gente de
sus tibios lechos, la hacían descender de los trenes, la detenían en plena
calle, la acechaban con órdenes de arresto en los teatros.
La
gente moría de hambre agradeciéndole la saciedad; muriendo a manos suyas,
gritaban vivas en su honor.
Yo
fui testigo de eso.
Y
no puedo entenderlo.
La
tentativa de explicar ese enigma en la psicología de la gente por medio del
terror permanente no es consistente. El miedo por sí solo no hubiera tenido la
fuerza suficiente para mantener a una población de doscientos millones, durante
treinta años, en un estado de fervor religioso.
Cuando muere su madre, a Boria dejan
de asustarle los telegramas y las llamadas nocturnas, son las ventajas de la
soledad. No puede licenciarse en matemáticas porque pertenece a la 5ª categoría
(hay cinco categorías: obreros, campesinos, intelectuales, funcionarios,
artesanos y otros. Él, hijo de comerciante privado, judío, es de la última)
consigue dar clases, se enamora de Katia, sufre el sitio, detesta sus
documentos, vivo con la sensación de que
en ellos siempre hay algo que no está bien.
La quinta esquina es una tortura infligida por la
KGB. Encerraban a alguien en una habitación vacía y le forzaban, entre golpes y
burlas, a encontrar “la quinta esquina”.
Hay una frase famosa, atribuida a Stalin: “Una muerte
es una tragedia. Un millón de muertes es solo una estadística”.
Izraíl Métter abunda en ello: La historia explica con facilidad el destino
de una clase social entera, pero no puede explicar la vida de un ser humano.
Pues lo ha logrado. Ha conseguido explicarnos la vida
de un ser humano resolviendo el problema de la quinta esquina: el hombre.
Es fácil y erróneo juzgar que está escrito con rabia:
En mi generación se ha estropeado el
metabolismo moral: ya no absorbemos nada y es poco lo que damos; los recuerdos
se pudren en nuestro interior. Tanto como juzgar que está escrito con
resignación: Vaya donde vaya, el peso
principal de mi vida me sigue a una velocidad moderada.
Quizá la actitud adecuada, que no sencilla, es
entregarse a su lectura sin prevención, nada intimidado por la certidumbre de
que vas a abrir un libro, y esta vez con todas sus consecuencias.
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