En Antigua luz, Alexander Clave rememora un amor de hace cincuenta años, él tenía 15 años, ella 35. Describe la primera vez que la vio, fugazmente, desnuda, a través de la puerta y mirándose al espejo...
Antigua
luz
Trad.
Damiá Alou
Editorial
Alfaguara
293
pag.
Comentario de Luis Rodríguez
En el último libro de Javier Cercas, Las leyes de la frontera,
un escritor se entrevista con un policía que conoció a El Zarco, un
delincuente que recuerda mucho a aquel Vaquilla tan célebre años
atrás. El policía le habla, treinta años después, del puticlub de
La Vedette, era
– dice –
un local pequeño, en forma de ele, sin una sola mesa pero con muchos
taburetes alineados contra las paredes, frente a una barra que
empezaba justo a la izquierda de la entrada y luego giraba a la
izquierda otra vez y se alargaba hasta el fondo, donde se abrían dos
puertas, una que daba a una cocina y la otra a una escalera que subía
hasta las habitaciones; las paredes estaban forradas de madera y no
tenían ventanas, varias columnas salían de la barra y subían hasta
las molduras del techo…
Una
descripción así de detallada, transcurrido todo ese tiempo, solo se
justifica cuando el local tiene importancia en la historia, o cuando
es virtuosa. No siendo ni una ni otra, el párrafo chirría.
En
Antigua luz,
Alexander Clave rememora un amor de hace cincuenta años, él tenía
15 años, ella 35. Describe la primera vez que la vio, fugazmente,
desnuda, a través de la puerta y mirándose al espejo: Su
cuerpo mostraba una variedad de tonos apagados que iban del blanco
magnesio al plata y al estaño, un matiz mate de amarillo, ocre
pálido, e incluso una especie de verde en algunos lugares y, en los
recovecos, una sombra de malva musgoso.
Ahí es nada transcurrido medio siglo. Esto es literatura. Hay una
diferencia sustancial entre los dos párrafos, aunque este pueda
parecernos un ejercicio extremo, afectado y sospechoso, que
consentimos por su calidad.
La
protagonista indiscutida de Antigua
luz es la
frase. Banville ha dicho en reiteradas ocasiones que la
frase es el mejor invento del hombre;
en ella vuelca todo su esfuerzo, la elabora, pule y fija con esa
insatisfacción del perfeccionista que lo empuja a seguir
escribiendo. Asistimos a un maravilloso, por momentos deslumbrante,
ejercicio de estilo, de un lirismo casi temerario.
Si
este protagonismo no se admite, debe ocuparlo la memoria, con una
mirada que nos recuerda a Proust y el cuidado en el detalle, y la
precisión quirúrgica de Nabokov, no siendo ni uno ni otro; no tiene
porqué. Es la mirada de Alexandre Cleve, un viejo actor de teatro
que ya fue el narrador de Eclipse
(2002) y
personaje en Imposturas
(2003),
aunque son textos independientes.
John
Banville (Wexford, Irlanda, 1945) es uno de los mejores escritores en
lengua inglesa, encumbrado por los escritores y conocido, cada vez
más, en nuestro país. Prácticamente toda su obra está traducida,
en Edhasa, Península, y, la mayor parte, desde hace varios años
hasta ahora, en Anagrama, incluida El
mar, que
obtuvo el premio Booker en el 2005.
Bajo
el seudónimo de Benjamin Black viene publicando desde el 2007 varias
novelas de corte policial menos exigentes, como
Banville – dice
– puedo
escribir doscientas palabras en un día, como Black dos mil, y
divertirme.
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